domingo, 18 de mayo de 2008

TAMBIÉN EN INVIERNO

Imagen de Google: OT Ven a las Rias Baixas.

Cada día es distinta, cada día es otra. Casi cada hora. Y también en invierno.

Todo depende de la estación del año en que la mires, de si hay o no nubes, aunque sean dos o tres; la marea puede estar alta o baja, bajando o subiendo y su intensidad varía con las lunas y la época; si luce o no el sol o si asoma cuando se lo permite esa inflada y blanca nube o quizá aquella un poco más negra que presagia tormenta; de si es por la mañana o por la tarde, de si hay olas o no, de si la mar está picada, del mar de fondo, de las corrientes marinas, de los barcos que las transiten, de la gente que la pueble, incluso, o puede que sobre todo, de los ojos que la miren.

Me gusta transitar y morar las playas en invierno cuando no llueve, pero también si llueve; es un deleite en esa época si luce ese tímido sol que no calienta demasiado pero que engalana lo que toca; también o sobre todo, no sé, si está a punto de ocultarse tras el horizonte. Pero andar una playa sin sol y encontrar ese color pálido que hace juego con las nubes y que enmarca mares y olas, roto aquí o allá por alguna roca, también es un placer.

Amo las playas cuando sus moradores no son otros que los naturales: aves, conchas, algas, brisas, aires, aromas, a veces bramidos y otras pequeñas explosiones o simplemente arrebatos de las olas al morir en la playa que pocos habitamos.

Pero es en las mañanas, cuando ningún pie ha hollado su arena y sólo las gaviotas han osado profanarla, cuando, quizá, mis ojos alcanzan el asombro más nítido e inmaculado. No sé.

Por la "ruta o paseo del colesterol" en que se ha convertido esta playa de todos, transitamos las personas que, de una manera u otra, precisamos una distancia lo suficientemente larga y llana por la que, cómodamente, sin que los huesos dañados por los años o el cansancio aposentado largamente en el corazón y en el espíritu, sufran en demasía. Y los que amamos lo bello.

Y, aunque los humanos, en nuestro tonto afán por enriquecer una Naturaleza que no nos necesita, y poner coto o intentar mejorar lo inmejorable, hayamos roto y estropeado buena parte de su innata belleza, la realidad es que, ahora, en este momento, somos muchos los que disfrutamos de ese paseo que habría venido a quitar metros, amontonar arenal y restar dunas y vegetaciones inherentes al espacio. Nos deleitamos y aprovechamos la comodidad que representa, aún sintiendo que no teníamos demasiado derecho.

Allí la humedad, el agua y la sal son héroes y es terreno de tormentas y los olores se hacen tangibles y la calma contagia el espíritu y la luz, con sus variaciones cromáticas, campa a placer y el sol y las nubes son protagonistas y las olas te invitan y te mecen y las aves se vuelven amigas y cuando anochece, el cielo transmuta en otro y llegan la luna con su corte de brillantes estrellas y a veces la luna al cabalgar las olas, riela sobre ellas y ofrece caminos de fantasía.

Y ya no es naturaleza y tu no eres hombre ni mujer: todo es magia pura y es la protagonista.




DEMASIADO PARA ELLA (recuerdos de veranos infantiles)

La recuerdo ahora en aquella esquina del nuevo paseo que habían construido, quitando espacio a la playa, como tantas veces en aquellos días. Era morena, pequeña y a una hora determinada, se sentaba allí.
Todavía el paseo no parecía tal y le llamaban simplemente muro y, en aquellos larguísimos veranos de su juventud, preñados de días en entera libertad y de completa holganza, se sentaba allí cuando, después de una tarde disfrutando de baños, juegos, olas, conversación y sol, éste comenzaba a descender hacia el horizonte.
Acudía allí sola, sin más compañía que sus pensamientos y sus deseos de atrapar toda la belleza de aquellos instantes. La playa se iba quedando sin gente y solamente unos cuantos jóvenes desocupados y sin nada mejor que hacer, preferían seguir disfrutando y en comunión con aquella parte de la naturaleza que tenían al alcance de la mano y que se les ofrecía de forma totalmente gratuita. Algunos, los menos, seguían jugando: un par de raquetas aquí, un balón con cuatro o cinco más allá, pero ya eran pocos y todos lejos.
Incluso pareciera que el silencio se iba adueñando del espacio. Un silencio roto únicamente por las olas en su suave, tranquila e incruenta muerte sobre la arena y, si acaso, la espuma que formaban al llegar, bisbiseando ligeramente.
Si aquel día soplaba esa ligera brisa que más parece una caricia que aire en movimiento, también se oirían las agujas de los pinos y las ramas de otros árboles que con sus hojas en un suave pálpito de vida, decían que también formaban parte del momento.
De vez en cuando una gaviota enfadada rompía el hechizo, despertando a otras aves que ya comenzaban su huidizo descanso.
Poco más podría oirse porque, hasta las conversaciones, supongo que contagiadas por la solemnidad del momento, languidecían o se hacían breves, suaves, desdibujadas, reposadas y tranquilas.
Y en ese espacio, en esa calma serena, en esos atardeceres, casi noche, cuando la luz no decide si quedarse o acompañar al sol en su abandono, ella miraba.
Y tengo que adivinar porque no lo sé; tengo que suponer que se quedaría atónita ante tanta belleza y que, sensible como era, hasta es posible que una disimulada y estúpida lágrima pugnara por salir.
Miraría aquel sol brillante que, perezoso y con orgullo diría, ya me voy, hasta mañana.
Lo acompañaría con su mirada cuando rozara aquella tenue y pequeña nube blanca que se había empeñado en nacer a la sombra del horizonte, iluminándola toda y prestándole el rosado tono de su dorada luz.
Lo vería ir tiñéndose lentamente, primero de rosa y, con calma, muy despacio, como haciéndose de rogar, de rojo intenso.
Seguiría todo su camino hasta la raya que señalaba su despedida, en la que, majestuoso se deleitaría con una espléndida explosión de color y luz.
Mientras, otros días, en otro mes, lo vería abandonarla tras aquellas islas estratégicamente colocadas por milagrosos y desconocidos hacedores, parecía que únicamente para que ella contemplara el espectáculo.
Y, sentada en aquel muro que luego sería paseo, en una ocasión u otra, pensaría en la belleza regalada y en la gracia de la mirada y en la calma y quizá, solamente es posible, se cuestionaría si todo aquello que con avidez pretendía atrapar para sí, no sería en verdad demasiado para ella.

1 comentario:

Pilar dijo...

..y en esa playa acariciada de tiempos, de marejadas, de suaves olas, nos transformamos en una partícula más del paisaje, entregándonos sin temor a la magia de un viaje sin naufragio.
Amo el mar en otoño o primavera, amo ese mar sordo a voces de ciudad, húmedo de vida natural, pleno de misterios insondables que parecieran atraerme como a Alfonsina.

Fonsilleda, tu pluma perfumó mi tarde de sales, arenas, caracolas y nostalgia.
Leerte ha sido revivir muchos tiempos en un tiempo.

Un abrazo y gracias por saber traducir el lenguaje del encanto
Pilar
:)