viernes, 30 de mayo de 2008

CÓRDOBA V. BARCELONA

He recordado estos días, con motivo de una visita a las Reales Atarazanas de Barcelona, hoy Museo Marítimo, la primera vez que, siendo muy joven y hace ya muchos, muchos años, entré en el recinto de la Mezquita de Córdoba.
No tienen nada que ver ambos edificios, no hay comparación posible, pero sí respecto a mí y a las impresiones recibidas en una y otra ocasión.
Cuando, como digo, hace tantos años era yo una joven que no había salido prácticamente de mi tierra natal, tuve oportunidad de visitar la Mezquita, fue tal la impresión que recibí que siempre que recuerdo aquellos momentos me digo que no cerré la boca hasta que conseguí asimilar lo que estaba viendo. Y me costó esfuerzo físico y mental absorber tal belleza, tragar de golpe, con placer, pero también casi con dolor aquella muestra magnífica de una cultura que entonces me quedaba lejana e inasible.
Ha pasado el tiempo y todavía cuando evoco tal sentimiento, algo se encoge en mis entrañas que se anudan o enmarañan de estremecimiento y del pasmo que sentí. Me vuelvo a ver con la mirada turbia y los ojos y los oídos bien abiertos y mis manos no se atreven a tocar, ni siquiera para una leve caricia. Hoy, y ya desde hace mucho tiempo, cuando cualquier piedra antigua produce en mí esa reacción, siempre trato de, siquiera rozarla, como si en las yemas de mis dedos estuviera almacenada toda la sabiduría del mundo y fueran capaces de albergar, asimilar y atesorar toda la belleza que mis ojos no alcanzan a comprender. Pero entonces, aquel día hace muchos años, mis manos, como yo, se paralizaron y, sé que es exagerado, sólo mis ojos fueron capaces de hacer su labor.
Sin duda, aquella visita me preparó para poder aceptar que los hombres y las mujeres, también somos capaces de lo más sublime.
Después, vinieron más conocimientos, viajes y visitas, quizá no tantas como hubiera deseado, pero sí las suficientes para saber que aquel monumento salido de una cultura tan lejana a la mía, me había preparado para aceptar y admirar lo que fuera que consiguiera ver y, además, sin dejar de sentir emoción.
Uno de estos días pasados al visitar las Atarazanas de Barcelona, vino a mi mente aquella sensación que, ante determinadas obras, me paraliza y conmueve.
Estaba una mañana muy gris, llovía y decidimos entrar al Museo para darle tiempo a la climatología para que decidiera dedicarnos, no ya sol, no pedíamos tanto: Barcelona precisa agua, pero si algunos momentos para pasear y mirar.
No esperaba lo que encontré: un edificio civil gótico con unos 700 años de antigüedad y que actualmente alberga un precioso Museo Marítimo, que cuenta, además, con un taller de Amigos del Museo, en el que puedes mirar y admirar como trabajan en maquetas de toda suerte de botes, barcos y navíos, para tratar de preservar el riquísimo patrimonio marítimo.
Toda aquella belleza de inmensas arcadas góticas, parece irónico, para dar cabida a la construcción de galeras de la flota de la Corona de Aragón. Aquellos espléndidos arcos confieren al recinto principal, un ambiente como de inmensa nave catedralicia de gran e imponente belleza, con una luz casi perfecta para trabajar.
El contenido del Museo está, creo yo, bastante de acuerdo con el recinto.
Preciosa visita y lluviosa mañana aprovechada con entera satisfacción y que me deparó una gran experiencia personal.

Imagen: ORONOZ LEEFOTO

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