sábado, 10 de mayo de 2008

DE ROBLES (ampliación/reforma)

Fotografía Diselgraf, en Google Imágenes.


Aquel pequeño pueblo de mi niñez estaba rodeado por espléndidas robledas, pobladas de muchos robles, algún árbol de otras especies, tojos, zarzas, incluso hierba y malas hierbas, pero sus habitantes y especialmente los niños, teníamos parques por todos lados, amén de riquísimas moras en su tiempo.
Esas robledas, debido al desarrollo (odio cierto tipo de progreso, sin estudio ni medida), han ido desapareciendo lentamente. Por suerte, en los últimos tiempos el gobierno ha empezado a preocuparse y una hermosa robleda que quedaba, de propiedad particular, la ha catalogado, lo que propició que sus dueños, supongo que ante la imposibilidad de hacer un buen negocio, la han vendido al Ayuntamiento que ha hecho un parque público.
Pues bien, todo ello viene a colación para explicar que yo, cuando me trasladé a esta atlántica ciudad en la que vivo y a pesar de los maravillosos espacios que conforman esta ría, que proporcionan gran placer a mis ojos, incluso diría que tranquilidad al espíritu (tantas veces maltrecho), echaba de menos los robles. Tenía morriña o saudade de aquel otro paisaje.
Es curioso pero cuando alguien comenta que añora paisajes determinados, suelen ser paisajes de mar o de alta montaña y a mí me faltaba un dulce, verde y ondulado paisaje de interior. Especialmente extrañaba las robledas y solía buscar sus árboles que por esta zona son bienes escasos, aunque ahora ya protegidos.
Así que, después de pasar un tiempo sin acercarme por aquella mi otra tierra y durante una visita en la que recorrimos parte de las aldeas que componen el ayuntamiento, llegamos a Xiador (de hermoso nombre) que se conserva sin excesivos cambios casi igual que en mis recuerdos, incluso mejorada y más cuidada.
Es un bonito lugar donde hay una capilla en la que se venera la Virgen de la Saleta, que toma el nombre de “La Salette”, lugar francés donde se apareciera la susodicha Virgen a unos niños. Es un lugar especial pues no se comprende muy bien qué hace una advocación francesa, perdida en una aldea gallega desde 1865 y con un arraigo tan profundo entre la gente. En septiembre se celebra su romería: La Saleta, durante la cual las familias se reúnen primero para la cena, que se lleva de casa, pero se come sentados en las robledas que hay en la aldea cerca de la capilla. Al día siguiente se repite a mediodía, pero ya con el “apoyo” del pulpo que los pulperos tienen a bien preparar en unos preciosos cubiertos de piedra que existen al efecto en la explanada delante de la capilla.
Pues bien, aquel día al que hago referencia, al llegar este lugar, me bajé del coche y corrí a tocar y mirar aquellos enormes y majestuosos árboles.
Su imponente presencia, sus rugosos y gruesos troncos cuya corteza siempre me gustó tocar, los espacios de sol que se colaban entre sus copas y que iluminaban algunas zonas de la siempre tierna y verde hierba que crece entre ellos, que te invita a sentarte o a tumbarte, pues puedes usarla casi como si del césped más mimado se tratara (sobre todo aprovechando las zonas en sombra), y que acoge y envuelve a todo el que quiera disfrutarla y, en fin, todo aquello que de repente recuperé, hizo que de mis ojos comenzaran a caer lágrimas de emoción, de ternura, de total comunión con el lugar y con la fuerza que recibía de los árboles.
Me dio vergüenza, como siempre que mi sentimentalismo o sensibilidad aflora, y con las manos disimulé y sequé mis lágrimas.
Revivir los buenos recuerdos de infancia, da energía. Me sucedió aquel día y me sucede cuando, de repente y sin pensar sobrevienen hermosos y nítidos.
Era mi paisaje, mis robledas. El paisaje que está anclado, como los barcos en los muelles de esta ría, en mi cerebro y mi corazón.

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