miércoles, 23 de abril de 2008

LA ESCUELA

Pupitre antiguo. Fotografía conseguida en Google Imágenes.



“España limita al Norte con el Mar Cantábrico, los Montes Pirineos que la separan de Francia, la República de Andorra...”

Doña Rolindes (cuyo extraño nombre se veía acompañado del de su hermana Raida) serena, sobria, viuda, con su moño y pelo entrecano, con mucha autoridad, seria y a la que no recuerdo haber visto nunca enfadada, menos todavía profiriendo un grito, era la profesora de aquella escuela de mi infancia.
Después de “Parvulitos”, que en aquel pueblo era un aula mixta que estaba situada en un bajo de aquel caserón de piedra que era el Ayuntamiento, las niñas pasábamos directamente a la escuela de doña Rolindes y los niños a la de Soto.
Ambas, estaban situadas enfrente de la casa de Los Patrones, Manana y Pachí, mis padres. Los niños en el aula de la izquierda, las niñas a la derecha. El portal de entrada a la vivienda de los maestros, en el centro del edificio.
Y recuerdo hoy mi escuela porque, de pronto han venido a mis recuerdos alguno de sus protagonistas, concretamente Tente y Marisú, que era la única, miope e inteligente hija de la Profesora.
Debo decir que, al margen de cualquier interpretación o crítica pedagógica que pueda hacerse, no tengo noción de haber tenido que esforzarme lo más mínimo para mis primeras lecciones y aprendizajes de Geografía, Matemáticas y demás asignaturas. Así que, cuando te pasaban a esta escuela, casi exclusivamente con las primeras nociones de lectura aprendidas, te facilitaban, primero un Abecedario y luego ya un pequeño libro de lectura que se llamaba “El Manuscrito” y una Enciclopedia, una pizarra y un pizarrillo, más tarde una manecilla para las plumillas y poco más.
Pero, como allí estábamos todos los grados juntos, mientras las mayores que ya sabían repasaban las primeras nociones de “los mapas”, o “la tabla de multiplicar”, las pequeñas, que seguramente estaríamos haciendo cola en la mesa de doña Rolindes para nuestro: “mi mamá me mima, mi mamá me ama...”, también estábamos escuchando o absorbiendo todo aquello que por el resto del aula pululaba.
Luego, una de las chicas mayores nos llevaba, primero al mapa de España y allí, repetía para nosotros con un puntero en la mano, las nociones sobradamente conocidas por ella. Siempre cantando. El final de la clase de la mañana, solía ser la “tabla de multiplicar” hasta el 9 que, sin darte cuenta ya estaba colocada en la parrilla de salida de tu cerebro.
No pasa por mi imaginación cuestionar o poner en tela de juicio nuevos y más avanzados métodos de enseñanza, pero aquel, puedo asegurar, que para aquellos lejanos tiempos era fantástico. Y lo aprendido sigue incrustado en mi piel.
Pero quiero volver a Tente y a Marisú. Yo ya había dejado de ser una parvulita y me consideraba casi importante, lo que significaba que podía olisquear y manejar la escuela a mi antojo, sin que nadie tuviera que reprenderme. Tente era hijo de uno de los médicos del pueblo, se decía que un niño muy inteligente. Marisú, que también era maestra, cuando estaba en el pueblo, solía ayudar a su madre la Profesora. Así que un día estaban juntos porque de la imaginación feraz del niño estaba saliendo un cuento. Sin embargo, a Marisú no le parecían bien los corrientes nombres que se le ocurrían a Tente para su protagonista: Amparo, Mª Teresa, Mª del Carmen... Marísú le acosejaba: “a ver Tente, algo más bonito, más poético, menos corriente, algo que tenga que ver con la naturaleza”, y él, después de levantar la cabeza concentrada en el papel que tenía delante, la miró y dijo: “Cancilla”. “Hombre Tente, cancilla no parece apropiado, no es un nombre de mujer...” No hubo manera, con el nombre de Cancilla se quedó aquella protagonista del quizá primero y único cuento salido de la imaginación de aquel niño de un pequeño y perdido pueblo.
Y yo, cuando vuelvo a ver reflejada en mi mente aquella clase de mis primeros e importantes aprendizajes: los días que tocaba “hacer tinta”, aquellos maravillosos pupitres de madera que hoy serían, seguro, piezas de algún museo, con aquellos tinteros de loza blanca perfectamente encajados y cuyo contenido era imposible derramar una vez colocados en su lugar, aquellos preciosos mapas colocados por toda la clase ocupando la blancas pareces, los encerados, enormes, prácticos, el incómodo polvillo de las tizas, las pizarras negras que ahorraron a nuestros padres muchas pesetas durante nuestra primera enseñanza, las plumillas que utilizábamos para escribir..., siempre, inexcusablemente viene a mi imaginación aquella Cancilla de Tente y me pregunto ¿qué habrá sido de ella?.

2 comentarios:

clasesfrancisca dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Manel Aljama dijo...

Yo también estuve en un aula con todos los cursos juntos. Eso era a primeros de los setenta y estoy seguro que era debía ser de las últimas. Teníamos pupitres de color verde y un patio de arena. ¡Era una casa!

Leyendo tu entrañable texto, me he transportado a otra época donde al menos para mí, la escuela sí que era un sitio que quería ir.