sábado, 26 de enero de 2008

REGINITA, ¿ME QUIERES?

"Ángeles tocando el violín" de W.A. Bouguereau.-

Reginita ¿me quieres?, si Pepiño te quiero; ¿mucho?, si, te quiero mucho; ¿cuánto?, mucho Pepiño.
Gelucha ¿me quieres?, si Pepiño te quiero; ¿mucho?, si...
Carmelita ¿me quieres?...
Y así cada rato, día tras día, semana, tras semana, mes tras mes y año tras año.
Era Pepiño un ser especial, hijo único de mi tío Chepepe (de quien probablemente hable en otra oportunidad, porque también era muy especialmente especial) y de mi tía Elvira quien, parece ser, habría tenido problemas durante el parto de aquel, provocando que se viera afectado como consecuencia de una falta de oxígeno temporal en su tierno cerebro.
Hace tiempo leí en alguna parte que en todos los pueblos hay un tonto (dicho con todo el respeto, la
solidaridad, admiración y apoyo hacia sus familias y los seres cercanos, incluidos educadores y especialistas de todo tipo). El de mi pueblo era nuestro querido Pepiño, que no José, ni Pepe. Pepiño.
Por las fotografías (era bastante mayor que yo), era un precioso niño rubio, al que apenas se le notaba nada físicamente, aunque con el paso de los años y cada vez más, fue deformándose su físico, aunque creo que nunca dejó de ser él, aquel niño rubio de pelo ondulado. Aquel hombre cariñoso, con una memoria quizá prodigiosa, que entraba y salía de casi todas las casas del pueblo, como si de la suya se tratara y sin que a nadie le molestara o importara.
Recordaba fechas de nacimientos, onomásticas, días señalados, parientes, personas que se habían ido o que habían pasado temporalmente por el pueblo, detalles importantes, determinados y no tanto, con una nitidez y una frescura increíbles.
Sus padres tenían una bonita tienda de ultramarinos y si él estaba, ya podías intentar quedarte con un cacahuete de más, o camuflar una perra chica al hacer efectivo un importe, sisar una galleta, o cualquier otro detalle que fuera contra los intereses del negocio, de sus intereses, de los de sus padres... Ya podías intentarlo, porque se quedaba en eso, en el intento.
Siempre estaba arreglado, peinado y limpio.
Era un ser especial con una vida y una sensibilidad especiales también. Necesitaba el cariño de todos y lo pedía a gritos con preguntas, aún a riesgo de hacerse (y se hacía) pesado, muy pesado, de tal manera que ello obligaba, a veces, a decirle un: “Pepiño, déjame en paz, vete”, que, generalmente te dejaba incómoda, con remordimientos, mal sabor de boca y muchos planteamientos sin resolver. Una pregunta tras otra, una persona tras otra. Pero no cualquiera; era muy selectivo, solamente las personas que le gustaban, a las que él quería, eran las destinatarias de sus contínuos y sistemáticos ruegos y peticiones, que traducía machaconamente de la misma manera siempre: “¿me quieres?”, ¿mucho?, ¿cuánto?, ¿hasta dónde?.
Pero todos los habitantes de aquel pueblo mío le querían, incluso le respetaban pero, sobre todo, le protegían.
Y yo no recuerdo un entierro tan triste, emotivo y multitudinario como el de mi primo Pepiño.
Si efectivamente hay un cielo, allí tiene que estar Pepiño aguardándonos y, entretanto, para llenar la espera, le preguntará a la Virgen "¿María, tú me quieres?", "¿mucho?", y posiblemente Pedro u otro le diga, "Pepiño, deja en paz a María ¿no ves que está ocupada?".

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