viernes, 11 de marzo de 2011

APOSENTO (IV) - OTRA SONRISA DE LA MEMORIA

Cuando era muy pequeña, aquel  era el reino de lo prohibido, el lugar en el que no debía entrar si alguien no me acompañaba o cuando, expresamente él, que ejercía todo  dominio y  propiedad, todo orondo y orgulloso, me llamaba para que alguien me conociera.
Aquel aposento, atractivo para cualquier mente en formación y en el que se podría tocar o revolver casi sin medida, porque era un reino para los aromas, el tacto, la vista , incluso para el gusto y el oído, era también, para mí, una redoma de descubrimientos; siempre había algo nuevo para ver, tocar e incluso aprender. Aunque ahora sé que podría llegar a ser peligroso y supongo que ése era el motivo de los preceptos restrictivos.
El recinto ahora, con la escasez de espacio,  parecería muy grande, para ser únicamente un negocio de un pueblo tan pequeño. Aunque, al repasar expectante todo aquello, me doy cuenta de que grandes eran también la ferretería, las dos o tres tiendas de comestibles, la confitería y casi todos los negocios. Como si una regla de tres, si tal fuera posible, se dispusiera:

Pueblo pequeño, casi aldea, es a: negocio amplio, espacio grande,
como infancia feliz, años añorados son a: X

Ahora también sé que aquel enriquecedor espacio, su escaparate, sus estanterías, sus frascos y redomas, el papel de envolver, los insecticidas, jabones, colonias, objetos múltiples, la trastienda con aquella maravillosa báscula de platillos dorados y su juego de pesas, abrían mi mente a la imaginación, a los sueños y al aprendizaje. Era todo un mundo al alcance de la imaginación y las manos.
Pero. el que tal lugar llegue cargado de melancólica sonrisa a mi recuerdo es porque, de pronto recordé que, mucho más a menudo de lo que pudiera parecer, me ha tocado presenciar el siguiente diálogo entre El Patrón (una de las acepciones por las que era conocido) y una clienta de apariencia humilde, pero rotunda, sin miedo, firme, imperturbable y segura (como creo que eran la mayoría de aquellas aldeanas acostumbradas a llevar las riendas de sus familias y haciendas, mientras los hombres luchaban en países desconocidos allende los mares).
Ella, cualquiera que fuese, llegaba decidida, envuelta en sus oscuras ropas, tocada con aquellos pañuelos imposibles, y un impoluto delantal negro y, tras el saludo casi silencioso, pedía: “una peseta de cuajo”. El amo de todo aquel mundo, torcía el gesto y decía, seguro que conociendo la repetida y habitual respuesta: “¿y el frasco?”. Entonces, con el dulce acento del otro idioma, comenzaban los reproches por parte de uno y las disculpas o silencios (que la experiencia y conocimiento del hombre propiciaban) de la otra:

Mujer - no tengo
Hombre - Eso, una peseta y tengo que poner el frasco.
M. - Me olvidé.
H. - Claro, pero ¿vosotros creéis que compensa por una peseta?
M. - … (firme)
H. - Es el colmo, siempre lo mismo..., ¿y el corcho, tienes un corcho?
M. - No, no tengo...
H. - Eso, encima tengo que poner un corcho y tiene que ser nuevo, sin utilizar... No os dais cuenta de que no los regalan..., yo los tengo que comprar....
M. - … (manos cruzadas sobre un abdomen que tapaba el mandil, imperturbable, sin descomponerse, ni cambiar postura, como mucho, ajustándose el pañuelo que la cubre)
Hombre – Y... todo por una peseta: frasco, corcho y cuajo...
M. - ... (inamovible)

Pero aquel hombretón, grande y de apariencia casi belicosa, que en el fondo era todo sensibilidad disimulada, con unas manazas que, mientras gesticulaba, hubieran asustado a cualquiera que no fuese aquella mujer (que era una y todas), se retiraba a la trastienda, incluso a la casa y no paraba hasta que, siempre, conseguía un pequeño frasquito de vidrio en el que escanciar la pequeñísima cantidad de cuajo que ella precisaba para elaborar aquellos deliciosos quesos. Y le ponía un corcho, nuevo desde luego.
Y, aquellas mujeres, envueltas en la impávida seriedad de años de sabiduría, paciencia y resignación, sacaban, no sin esfuerzo, la preciada peseta. Para ello tenían que rebuscar bajo su delantal y varias sayas hasta encontrar una especie de faltriquera, muchas veces un simple pañuelo anudado, en la que llevaban todos sus bien protegidos dineros.
El hombre, cuando ella se había ido, movía la cabeza como queriendo justificar su generosidad que en el fondo le llenaba de contento.
Así aprendí a conocer aquel rudo dueño, todo humanidad, al que se le humedecía la mirada con cualquier ternura o emoción y,  aunque también se quejara indignado, con todos los reproches y gestos posibles,  cuando interrumpían sus comidas (que eran los únicos momentos en que aquel recinto no tenía la puerta franca), para solicitar algún artículo que muchas veces podía esperar, el inoportuno de turno siempre  conseguía lo que pedía.
A estos pequeños recuerds, posiblemente  incomprensibles en la infancia, más tarde le he puesto una sonrisa de orgullo: por él... y por ella también. 
Me sirvió y me sirve todavía, para apreciar lo que somos.

22 comentarios:

TORO SALVAJE dijo...

Ese dueño rudo debía tener un corazón de oro.
Me ha llenado de ternura este recuerdo tuyo.

Besos.

Montserrat Llagostera Vilaró dijo...

Hola Fonsilleda.
Bellos y entrañables recuerdos de infancia y de la vida de pueblo.

Si quieres recoge el collage de postales de Palomas que he hecho hoy.

Besos, Montserrat

Pilar dijo...

Ufff!!!! Qué mezcla de sensaciones me hiciste sentir!
Por un lado recordar esos viejos almacenes. Mi abuelo, hombre rudo, pero sensible, tenía una “Pulpería” en el campo. Allí venían campesinos a hacer las compras, puesto que les costaba más movilizarse a la ciudad.
También retrocedí y volví a sentir el aroma a esas tiendas donde podías encontrar de todo: cuajo, cacerolas, abono, harina, vestuario, clavos, en fin…con esa atención personalizada o más bien familiar. Acá, incluso, se fiaba, o sea, en una libreta se anotaba lo comprado y se cancelaba en fechas de pago de salarios.
En la ciudad en que vivo, aunque parezca increíble, aún queda un almacén con esas características. No logro explicarme cómo se mantiene y ruego a Dios continúe allí por muchos años.
Es lindo detenerse y dar una mirada atrás.

Gracias por regalarnos este alto en el camino.
Un abrazo muy grande!

Susi DelaTorre dijo...

Hermoso recuerdo que nos acercas en este texto. De niños siempre hay una tienda que se hace especial, y a ojos infantiles, una perfumería debía ser un paraíso de curiosidades.

¡Un gran abrazo, Fonsilleda, y gracias por esta sonrisa que envías!

Balovega dijo...

Buenas noches...

Pasaba por estos lares y al ver la puerta abierta entre a saludarte..

Un besote de buen fin de semana

La sonrisa de Hiperion dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Marisa dijo...

Esos entrañables recuerdos
nos dice mucho de los pueblos
y de la humanidad de sus gentes.

Tus palabras me hacen volver,
aunque difíciles,a bellos
momentos.

Un abrazo muy grande

Tempus fugit dijo...

Recuerdos llenos de ternura... ecuación perfecta.


besos

Unknown dijo...

Sí, eran unas tiendas increíbles, donde había de todo y todo se envolvía en papel de estraza. Tu relato me hace evocar aquellas visitas que hacía por cumplir los recados que me mandaban.

Bicos

auroraines dijo...

Un emotivo recuerdo de la niñez el que compartís, junto al ejemplo de tus mayores, me encantó Fonsilleda.
Porque en esa báscula de platillos dorados colocaste el juego de pesas de actitudes o roles que nos toca vivir.
Un bico

Tatiana Aguilera dijo...

Los antiguos almacenes donde se encontraba de todo, opacadas y acalladas por las Grandes Tiendas actuales; pero siempre recordaremos las que guardan recuerdos infantiles.
Un beso amiga.

matrioska_verde dijo...

Sabiendo y teniendo muy claro de dónde venimos, comprendemos mejor a dónde queremos ir. ¡Que recuerdos tan entrañables!, te envidio. A veces pienso que mi infancia transcurrió en una especie de nebulosa y no tengo apenas recuerdos como los que describes. En fin. Biquiños.

La sonrisa de Hiperion dijo...

Preciosos esos recuerdos... Siempre un placer pasar por tu casa.

Saludos y un abrazo.

ana. dijo...

Gracias Anita, por esta dulce brisa de recuerdos buenos. Y gracias por tu ternura y tu corazón.

Manuel dijo...

Si, sin duda eso es una verdad como un templo. Es una figura que en aquellos tiempos corria por todos los pueblos de España.
Eres magistral a la hora de narrar, y sobre todo de como jugar con las nostalgía sacándoles sus sabores.

Eres única. Y además mi amiga.
Besos ibicencos para tí.

María Socorro Luis dijo...

La verdad que sabes muy bien, poner color y sabor a tus memorias de la infancia.

Entrañable tu texto.

Me vas a perdonar que te tenía olvidada?.

Te anoto en mi lista, para que no me pases de largo.

Un abrazo.

M. J. Verdú dijo...

Veo que aquí nos relatas un recuerdo de infancia agradable de leer. Un placer visitarte

EL SUEÑO DE GENJI dijo...

Leo tu post y recreo la escena en mi mente, y en ella veo pasar caras conocidas, viejecitas envueltas en luto y pañuelos - como tu dices - con nudos y formas imposibles.

Veo caras arrugadas, cinceladas por el tiempo. Melenas largas recogidasa por simples colas. Pobreza y dignidad al mismo tiempo.

Como el patrón de tu tienda, yo también conocí la tienda de "La Dorita" donde ambientador y lejía se mezclaban con limones y unto. Donde todavía mi abuela me mandaba a comprar sin dinero pues "ya lo arreglaría ella"...

Eran otros tiempos amiga, Y como en tu ecuación:

"Su recuerdo = Felicidad plena".


Hace poco tiempo pasé por mi Monforte de Lemos natal, y paseé por la calle donde pasé tan buenos momentos. Estaba desierta, muerta. NO había niños en bicicleta, ni había nadie sentado en corros a las puertas de las casas. No había risas, no había gritos, no había riñas de adultos recriminandonos una travesura mal hecha...

Mi corazón se desinfló un poco, y mis ojos se entumecieron, como todo en esta vida, las calles tienen su juventud, su madurez y su muerte...Y yo fuí afortunado pues conocí aquella calle, Carretera de Quiroga en toda su belleza, la de una aldea en la ciudad, la de una calle donde todos se conocían - A veces con consecuencias fatales para mis travesuras-

Y ahora está muerta. Salvo en mis recuerdos y en mi alma.

Que las lágrimas derramadas aquella tarde sean simiente de vida. Aunque lo dudo, aún lo deseo.

Besos Amiga

EL SUEÑO DE GENJI dijo...

Leo tu post y recreo la escena en mi mente, y en ella veo pasar caras conocidas, viejecitas envueltas en luto y pañuelos - como tu dices - con nudos y formas imposibles.

Veo caras arrugadas, cinceladas por el tiempo. Melenas largas recogidasa por simples colas. Pobreza y dignidad al mismo tiempo.

Como el patrón de tu tienda, yo también conocí la tienda de "La Dorita" donde ambientador y lejía se mezclaban con limones y unto. Donde todavía mi abuela me mandaba a comprar sin dinero pues "ya lo arreglaría ella"...

Eran otros tiempos amiga, Y como en tu ecuación:

"Su recuerdo = Felicidad plena".


Hace poco tiempo pasé por mi Monforte de Lemos natal, y paseé por la calle donde pasé tan buenos momentos. Estaba desierta, muerta. NO había niños en bicicleta, ni había nadie sentado en corros a las puertas de las casas. No había risas, no había gritos, no había riñas de adultos recriminandonos una travesura mal hecha...

Mi corazón se desinfló un poco, y mis ojos se entumecieron, como todo en esta vida, las calles tienen su juventud, su madurez y su muerte...Y yo fuí afortunado pues conocí aquella calle, Carretera de Quiroga en toda su belleza, la de una aldea en la ciudad, la de una calle donde todos se conocían - A veces con consecuencias fatales para mis travesuras-

Y ahora está muerta. Salvo en mis recuerdos y en mi alma.

Que las lágrimas derramadas aquella tarde sean simiente de vida. Aunque lo dudo, aún lo deseo.

Besos Amiga

Rosario Ruiz de Almodóvar Rivera dijo...

Me has hecho recordar mi infancia, cuando esas tiendas lo vendían todos y llenaban nuestra mente de fantasía.
Muy bonito¡¡
Un abrazo fuerte amiga, desde mi Librillo.

RosaMaría dijo...

Hermoso relato, realmente mágicos los negocios de antaño y sus propietarios tan seriotes por fuero y puro pan por dentro. Personas entrañables de nuestra infancia vivamos donde vivamos. Los tiempos han cambiado pero los buenos recuerdos viven en nosotros.Un beso.

Manel Aljama dijo...

Cuánto me haces volver la mente (no la mirada) y comprobar que cuando eres peque "todo parece grande" y con el tiempo te pasa como en aquella tira de Mafalda, donde Guille le pide a su padre que aparte las nuves y le traiga el sol. El padre se ríe a lo que el niño dice: ¿Me pone en el pizo pod favod zeñod? al descubrir la realidad.

Pues sí, recuerdos de comprar colonia a granel, en botecitos, media docena de huevos, guisantes para pelar, lentejas a las que limpiar piedras... En un pueblecito de Lleida un maestro de escuela, sí, ha recuperado una vieja tienda cerrada y con la colaboración de todos, ha montado un museo del colmado de pueblo: el peso, los botes de Cola-Cao (yo soy aquel negrito...), los sacos y todo lo demás.

Me quedo sin palabras. Me gustaría que alguien me leyera tus textos mientras así descanso los míos y los dejo cerrados dejándome llevar.

b77

Manel