jueves, 13 de marzo de 2008

LA IGLESIA

Aquella Iglesia, que era la única que había, era de tamaño medio, de gruesas paredes de piedra, con su campanario, de las típicas que había en cualquier pueblo de Galicia que no fuera tan antiguo que hubiera merecido un espléndido románico, aunque fuese tardío.
En los alrededores sí teníamos románico, no en vano estábamos situados, y allí siguen, muy cerca de Santiago de Compostela.
Pero no era el caso, teníamos una iglesia convencional, aunque comparada con muchas que se han hecho y continúan haciendo, bonita.
El cementerio estaba, como es habitual en esta tierra, en el atrio y a los niños solían reconvenirnos si, para jugar, saltábamos de losa en losa, pues había que demostrar respeto a los muertos. Más tarde se construyó el cementerio y todavía recuerdo cuando se fueron levantando las tumbas.
Ahora no, pero entonces, en las entradas del atrio, que los niños apenas utilizaban pues saltaban los gruesos muros de piedra que lo cerraban, había instaladas esas gruesas rejas que tapaban los profundos desagües, que a mí me intrigaban y siempre me parecían un asomo al infierno y que, además, obligaban a las mujeres con zapatos de tacón, a cruzar con sumo cuidado, sobre todo si llovía, lo que era "el pan nuestro de cada día".
Pero es que, aquella iglesia no era solamente un espacio físico más o menos hermoso. Aquel era un recinto con todo lo que contenía, incluso con las gentes que lo poblaban.
Arriba el coro, de madera, con su armonio y los integrantes del coro que cantaban en misas solemnes o en actos importantes. Nunca participé en el coro, ni por edad ni, tristemente por voz, pero sí me sé, seguro alguno de los Kyrie Eleison, Glorias u otras partes de cualquiera de las habituales misas, entre las que no he olvidado la de Pío X o la de Perosi, para días más solemnes.
Abajo, los demás fieles: mujeres y niñas delante, hombres atrás, niños rodeando el altar mayor y arropando a Don Manueliño el cura y a sus monaguillos.
Debajo del púlpito de la derecha, se ponía Carmen la Monja, era su sitio y que nadie osara ocuparlo. No era monja, pero era así conocida porque, según contaban, había intentado serlo. Carmen la Monja no hablaba casi con nadie, vivía sola, no se llevaba apenas con su familia y si alguna de sus tradicionales rivales pasaba por detrás, podía estirar un pie con suma facilidad y disimulo, provocando la caída de la contraria.
La Santa de Toja, quizá lo fuera porque no se metía con nadie y era muy devota y rezadora y, además, contaba que cuando llovía no se mojaba porque una nube se colocaba justo encima de ella; también hacía sus rezos al margen de los demás y se movía, según decía, acunando a los angelitos y al Niño Jesús, bien elevando los hombros en rápidos movimientos o bien meciéndose adelante y atrás.
Blanquita Varela especialmente, pero sus hermanas también, eran muy pías y buenas personas y era ella la que, generalmente, dirigía los cantos cuando no había coro y los rezos también, nunca supe por qué, salvo que fuera porque sabía mucho pues también había pasado por un convento. Su nombre le venía como anillo al dedo ya que, como continuaba usado polvos de arroz, se mostraba pálida, blanca y totalmente pura. Tenía buena voz aunque ligeramente cursi y en el mes de Mayo nos preparaba a las niñas para recitar versos ante la Virgen: "A ver Anamari, las manitos en forma de nido"...
Los domingos y, salvo raras excepciones comenzada ya la misa, entraba la Sra. Elisa de Segundo arrastrando sus pies, de tal manera que todo el mundo sabía que era ella la que llegaba. A mí me parecía viejísima; era enjuta, muy delgada, pequeñita y silenciosa, salvo por sus pies. Y, no debía de ser tan mayor, porque murió muchos años después.
Generalmente su entrada en la iglesia, o los estornudos de alguien (muchas veces D. Antonio que debía de tener alguna alergia), o las toses, o el que alguien tropezara, provocaba las risas disimuladas primero y finalmente en franca carcajada de Carmelita que contagiaba a quienes tenía cerca, especialmente a mi hermana Purita y, ambas, desternillándose de risa, tenían que abandonar el rito que fuera para calmarse, con las miradas de reconvención de Carmen la Monja.
También solía llegar tarde Chefa, que era la esposa de uno de los médicos. Anunciaba su entrada con el movimiento de sus manos y el ruído que hacían las muchas pulseras que se ponía y por su magnífico perfume que lo llenaba todo. Chefa ha sido la persona a la que le he oído los aturuxos más hermosos de toda mi vida.
Desde luego los hombres, atrás y menos vigilados, salían a fumar un cigarro o a comentar los partidos de la tarde, mientras duraba el sermón de D. Manuel o de su hermano D. Antonio, que lo sustituía muy pocas veces porque tenía otra parroquia a su cargo.
Y así era y éramos entre las imágenes de San Roque, La Dolorosa, Santa Eulalia, patrona del pueblo, San Antonio, cuya fiesta se celebraba por todo lo alto, o Los Sagrados Corazones de Jesús y María, los magníficos confesionarios y bajo aquel Vía Crucis que me llenaba de fervor y temor.
Pero todavía sigo escuchando el son de su campana y las distintas llamadas y avisos y, en cada ocasión que he tenido que volver a entrar, la emoción empañó mis ojos.
Imagen: Iglesia de Silleda, extraída de Google.

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