miércoles, 20 de febrero de 2008

EL POSTRE DE LOS CURAS; RECUERDOS


DEBUXO DE CASTELAO

Mi morriña trae ahora a mi mente recuerdos de las comidas, más bien comilonas, que los curas celebraban ocasionalmente, en aquella eterna casa, cuando era menester y ellos así lo requerían. Se reunían al ser precisados bien para un gran funeral, para una fiesta celebrada con toda la pompa, o por otros motivos que, debido a mis pocos años no consigo fijar con demasiada exactitud.
Era entonces cuando me atrevía tímidamente a mirar por aquella puerta para observar aquel alargado y bastante grande comedor, en el que se había montado una larga y enorme mesa de manteles blanquísimos, puesta para la ocasión y exclusivamente para ellos uno y otra, contra la que, una vez sentados y liberados ya de tejas, bonetes o, incluso boinas, contrastaban sus negras sotanas. Atisbabas también las tonsuras de los que estaban de espaldas; aquellas tonsuras que a mí me tenían sorprendida por su perfección y su limpieza de cabello, de tal forma que nunca entendía yo ni el porqué ni el cómo.
Así que, allí estaban ellos, todos vestidos iguales, como negrísimos pájaros negros, alineados sobre un cable de la luz.
Sus comidas eran siempre abundantes, contundentes y con sustancia y, después de acomodados y empezados a servir, se callaban las voces y un silencio de cubiertos, vasos y libaciones, amén de ligeros murmullos, esporádicos y pocos, llenaban la largura de la mesa.
Luego ya, cuando comenzaban a tener los agradecidos estómagos un poco contentos, entonces sí, los silencios daban paso a las risas, y a las conversaciones, con unas voces que, acostumbradas a hablar desde los púlpitos, se oían casi desde cualquier lugar de la casa. Recuerdo especialmente sus risas, casi siempre estentóreas, amplias, llenas y seguras de su importancia. Es cierto que también los había discretos y más silenciosos, pero eran los menos.
Y poco a poco, la mesa se iba animando y llegaba el momento del postre que, sin faltar y siempre, al margen de cualquier otro que se les hubiera preparado, era queso con membrillo.
Aquel queso tan gallego y que, de tan mantecoso y si estaba fresco, desbordaba su propia cubierta, rompiéndola y extendiéndose como si tuviera vida propia, casaba perfectamente con el dulce de membrillo: sus colores blanco roto, no el de las obleas de la comunión, casi marfil y el rojo oscuro e intenso del membrillo, en perfecta armonía.
Poco a poco, pero ya para los restos, el queso con membrillo fue, en aquella familia y en aquella casa y todavía en mi mente sigue inmutable, el postre de los curas.

2 comentarios:

Froiliuba dijo...

O yo me he perdido o no veo esta entrada en el grupo por ninguna parte ¿A qué esperas para ponerla allí? y luego hablan de mi tecla enter, será posible!!!!

Ya estás tardando guapa en mandarlo a un rincón de esos, ni idea de a cual eso sí, no me aclaro.

Cachito dijo...

Tengo entendido que mi padre, en esos actos que mencionas, cuando se le era dado asistir, buscaba siempre sentarse en la mesa de los curas porque era donde se comía más y mejor , según palabras de mi padre que, todo hay que decirlo, tenía buena boca también.
El postre de los curas era frecuente también en nuestra casa y, cuando ahora aún lo tomo, privada del recuerdo de las comilonas de los curas, siempre pienso en "el postre de papá".
A pesar de tu hermoso comentario, creo que mantendré la denominación que le adjudiqué en mi memoria.