martes, 4 de septiembre de 2007

Manana, su cocina y la de todos

Manana, doña Maruja o La Patrona (A Patrona, dependiendo) era mamá y, su cocina, la de cocinar, era una enorme y preciosa cocina de las llamadas económicas (aunque ahora yo no entienda demasiado bien el por qué de semejante nombre, porque ahora son, como todo lo que tiene sabor antiguo, caras) o bilbaína, con sus dos hornos, sus herrajes dorados, como la preciosa barra, su puerta para la leña y la otra para la ceniza...; estaba situada en un espacio, no excesivamente grande para aquellos tiempos, pero sí lo suficiente para que, en los inviernos fríos en aquella casa sin calefación, se desayunara, comiera y cenara allí, junto al calor del hogar. Había también un vertedero (palabra castellanizada de vertedeiro o vertedoiro, lugar donde se vierte algo, fregadero de cocina) blanco, de mármol, precioso, amplio y grande. A su lado una bonita mesa con patas de hierro y parte superior también de mármol que se utilizaba para apoyar, escurrir y lo que hiciere falta, además dos mesas cuadradas de madera requetefregada con sus buenas dosis de lejía y un gran aparador, con la encimera también de mármol.

Aquella cocina era algo especial pues las personas que le daban vida, también lo eran. Mamá, no se podría concebir sin el acto de cocinar y de reunir gente alrededor de una mesa para comer, de obsequiar a los demás de una de las mejores formas que sabía y que, posiblemente, ella creería que era la mejor, aunque en sus últimos años solamente se limitara a dar instrucciones y vigilar o hacer tareas que su maltrecho cuerpo le permitieran. Madrina tampoco se entiende sin una cocina y aunque, desde luego, ambas eran mucho más que una cocina, que el acto de cocinar y dar de comer a tanta gente, pareciera como si el placer que sentían al hacerlo, compartirlo y regalarlo, fuera un poco un fin en su vida.
Allí, en aquella cocina, siempre se estaba trabajando, siempre se estaba haciendo algo y, a pesar del trajín (o precisamente por él), recuerdo que, durante alguna época, algunos hombres del pueblo se pasaban por allí a tomar una cunca de vino. Así, el ambiente de aquella cocina a determinadas horas, pasaba por ser el bar de enfrente o un anexo del casino que también estaba situado enfrente. Se pasaban a tomar un vinito, pero sobre todo se pasaban a hablar, charlar, cambiar impresiones e, incluso a escuchar la radio (los partes decían, que no eran otra cosa que las noticias y que ahora deduzco que les llamaban así por los "partes de guerra", avanzada ya la postguerra de la Segunda Guerra Mundial) supongo que en determinados y delicados momentos, muy atentamente y en buena compañia. Y, todo ello aderezado con el delicioso olor que la mayoría de las veces salía de los fogones. Y, de paso, si podían o les dejaban, se picaba algo.

Así veía yo por allí a Paquito-colo, Morales, Brañas, cuando estaba en el pueblo, es decir, algunos de los de profesiones liberales, desocupados o rentistas, que también había. Los demás, como todos tenían sus ocupaciones.

Y la Patrona, Madrina (así, con mayúsculas) y Amparo, con una paciencia infinita aguantaban todo aquello como si fuera lo más normal del mundo. Y seguían a lo suyo, como si nada. Con una total tranquilidad y hasta si se quiere pasividad, exponiéndose además a las pullas, cosquillas o lo que fuere, de cualquiera de ellos, dependiendo del ambiente que se respirara: alegre o serio, dependiendo también de los días y el humor de los protagonistas.

Los demás habitantes de la casa, entrábamos y salíamos de la cocina contínuamente a husmear, a oler sus aromas y a ver si caía algo. Alguno de aquellos olores no los he olvidado a pesar de los años transcurridos: el de los bererechos puestos directamente sobre la plancha de la cocina, delicioso olor y deliciosos aquellos berberechos gordos, oscuros, grandes, que, una vez abiertos y sin más preparación, comíamos directamente y que ya no se encuentran; como el de aquella "tapa" de ternera, también sobre la plancha y que era una parte de un corte de aquellas terneras de antes, con un poquito de grasa y que mamá se la hacía, creo recordar, especialmente para José Ramón, al que no recuerdo si ayudaba Mauro; el del cocido, hecho lentamente en aquella cocina de leña, despacito, desde las 8 o 9 de la mañana: chof, chof, chof, chof, con sus grelos y distintas carnes; el de los "batallones" (en aquella casa un batallón era un guiso, un estofado de carne)...
Y, en aquella cocina, solían mimarnos bastante y se esmeraban porque cada uno de nosotros, tuviera su bocado.

Y mamá mechaba carne, hacía preciosos rollos y riquísimas empanadas, ponía unas pepitorias de chuparse los dedos, hacía unos cocidos épicos y unos callos "que pa qué", unas perdices que hicieron época, unas tortillas al ron que no emborrachaban, aquel otro postre para días un poco especiales que servía en copa de champán ancha, riquísimo de sabor y precioso aspecto(como si de nueva cocina se tratara). Y aquella cocina con sus sabores y con sus gentes y con las que llegaban y con el total y absoluto, ahí sí, dominio de mamá, crepitaba, vivía y nos hacía un poco más felices. Guardo yo especial memoria de unos sabores que no he vuelto a disfrutar: empanadas de lomo (raxo) y de congrio, los grelos sin terminar de cocer y que mamá me acercaba a media mañana, mientras estudiaba, con unas gotitas de aceite de oliva, los guisantes que el Portugués le cultivaba, los suspiros de monja, los buñuelos de viento, aquellas patatitas de puré que acompañaban quien sabe qué, las vieiras...
Aquella cocina vivía y olía. Y mamá con su práctica y delicada inteligencia, la abarcaba entera, la dirigía tan sutilmente que daba la impresión de que nada se imponía a nadie. De este modo, la cocina, toda ella, también servía para calentarse (Marísa, muy friolera, con los piés metidos en el horno, una vez pasada la hora de cocinar), para calentar aquellas preciosas planchas de hierro con chimenea y las otras menos llamativas, pero que también tenían que calentarse sobre la plancha, para planchar en una de sus mesas relavadas, para celebrar en invierno, especialmente en Navidad, grandes comilonas en las que nos juntábamos, entre niños y mayores, un montón de gente.

Y Manana, después de conseguir que funcionase todo lo anterior, todavía tenía tiempo de mirarte inquisitivamente y decir: nena, cuéntame ¿qué pasa?, siempre cuando efectivamente algo sucedía.

Fotografías de Google Imágenes.-

1 comentario:

Cachito dijo...

Al final, he conseguido encontrar (con la ayuda de Dimarojo) la cocina de Manana,
Y la lectura de tu texto, como la magdalena de Proust, me ha llevado a aquellos olores, aquellas tertulias... incluso al calorcito (que, hasta en verano se agradecía).
¡Qué bueno que tu vida sea parte de la mía (¿o al revés?) y gracias a lus palabras me lleves a revivir ciertas experiencias, que estaban, no olvidadas, pero sí aparcadas en algún rinconcito de la mente y/o el corazón.