lunes, 20 de agosto de 2007

Aquellos olores


En aquel pueblo, que es el mío, no había palco para que tocaran las bandas de música los días de fiesta. Esas, casi siempre, maravillosas construcciones con variadas formas, algunas incluso exquisitas, que parecen merenderos o restos encantados de algún antiguo y quizá decadente balneario o palacete, me parece a mí que dan carácter y personalidad a los pueblos. Pero mi pueblo no tenía, todavía no lo tiene ahora.

Poseía en cambio una banda de música. Una buena banda de música formada, no por músicos de conservatorio como los que ahora forman las bandas de los pueblos, sino por paisanos y labradores que la mayoría de las veces tocarían de oído.

Desde la perspectiva de mis pocos años, daba gusto oírlos, aunque muchas veces no entendías como aquellas enormes manazas podían mover con tal agilidad los dedos para producir aquellas notas y aquellos acordes o manejar instrumentos tan delicados como me parecían a mí las flautas o los clarinetes. Pensabas que los instrumentos grandes, como las tubas, los bombos, los tambores o los platillos, se adecuaban mucho mejor. Pero no, pasaban, desfilaban y tocaban dejando a la chiquillería un poco boquiabierta: el flautista, generalmente el más joven, al final, provocando que yo pensara, como en el cuento, que por qué no iban los ratoncitos detrás.


Y, como no había palco, en mi pueblo lo montaban. Hacían uno o dos, dependiendo de la importancia del festejo y siempre de madera recién cortada.


Es precisamente el olor de esa madera lo que ha provocado mi recuerdo, lo que me ha devuelto por unos momentos a aquellos días de la infancia en los que una fiesta, sobre todo la primera, que además era un adelanto del verano que estaba por llegar, provocaba, sin entender por qué, que el corazón se acelerara como si lo que ibas a tener la oportunidad de vivir, fuera lo más importante que se podía vivir en ninguna parte.


De hecho, posiblemente sea así en gran medida, porque no puedo presenciar un pasacalles sin que se me humedezcan un poco los ojos y se me haga un nudo en el estómago, sin que, por ejemplo, vuelva a ver la banda de mi pueblo parada delante de mi casa para saludar a mi padre que salía a recibirlos y a mi hermano José Ramón, recién levantado, asomado en la galería con el pecho al aire, lo que siempre me producía un cierto rubor. Mientras, dentro, en la casa, los demás y especialmente las mujeres, quizá paraban las faenas para asomarse y escuchar y los niños, con los relucientes vestidos nuevos, abríamos nuestros ojos y nuestros oídos y el olfato se preparaba para recordar.





3 comentarios:

Cachito dijo...

Recuerdo que me han contado esa anécdota de mi padre en el balcón, desnudo de cintura para arriba escuchando las bandas.
Yo también tengo recuerdos muy nítidos de mis veranos (¿veranos?) en tu pueblo, que es el pueblo de mi padre. Recuerdo el sabor del pan del desayuno, como las magdalenas de Proust. En otro verano de aquéllos, aprendí a andar en bici, celebrándolo con una pierna entera desollada por una caída ante la entrada de la iglesia... ¿por qué iríamos allí a entrenarnos, si estaba lleno de gravilla?

Cachito dijo...

Comentando con mi madre, me dice que ella recuerda (y al contármelo, lo recuerdo yo también) a Pachí, con nosotros, mis hermanos y yo, de la mano o en sus hombros, siguiendo a la banda y cantando "tachín, tachín, tachán"...

fonsilleda dijo...

Ja ja ja. Lo de ir a la iglesia ¿no sería por la protección que pudiera ejercer sobre vosotros?. Supongo que sería porque no había coches que circularan por la zona. En cuanto al olor del pan, totalmente de acuerdo: aquellos bollitos...
Siempre que recuerdo a tu abuelo con un niño pequeño en el colo, es haciéndolo reir y meciéndolo al compás del "pachín, pachín, pachín", creo que de ahí su sobrenombre: Pachí