viernes, 15 de febrero de 2008

ÉL ERA ASÍ

Como era bastante mayor que yo, le recuerdo en cuanto a las anécdotas más lejanas en el tiempo, a través de los recuerdos y apreciaciones de los demás, no tendenciosas desde luego, porque siempre eran de personas que le querían y que luego yo, más difícil pero seguro que más serenamente, he completado con las mías propias.
Mi hermano José Ramón era una persona que resultaba atractiva especialmente a las mujeres y quizá ésta sea la primera contradicción ya que, físicamente, no era nada especial. No era alto, ni guapo, ni bajo, ni feo. Sin embargo sí era fuerte y yo le he visto romper, casi cual si fuera una tijera, una guía telefónica, bien poblada de números de teléfonos, de pueblos y ciudades, como si nada. Sé que es una práctica para la que hay que tener, además de fuerza, habilidad y saber cómo, pero ha sido al único que se lo he visto conseguir, aparte de a algún forzudo de espectáculo. En cuanto a su atractivo, parece ser que llegaba a cualquier zona y se alborotaba el gallinero, valga la expresión quizá un tanto machista y vulgar, pero que me sirve porque cómo podría entenderse ahora, que llegue a una ciudad un muchacho normal, de pueblo y que comience a correr la voz de que ha llegado...
Estuvo estudiando en Santiago y vendía su sangre para juergas (práctica parece ser que bastante usual entre los juerguistas de entonces) y, por contra, no asistía a clase. A mamá llegaron a decirle, mientras estaba en el Instituto, que no le podían permitir presentarse a los exámenes finales (no eran evaluaciones contínuas), porque sabían que basándose en las pruebas, tendrían que aprobarlo y no querían hacerlo porque no lo habían visto por clase.
Se cuenta que, alborotando en una clase, en buena compañía por supuesto, el profesor harto ya de aquellos alumnos indisciplinados y ruidosos, les gritó: "el último banco, fuera de clase", bien, pues ni cortos ni perezosos, tomaron el banco y salieron con él del aula. Sé que es una anécdota que corre en otros mentideros de las anécdotas colegiales, pero yo la he oído de boca de dos protagonistas de la misma, el propio José Ramón y su primo, mi primo, Moncho, cada uno de los cuales echaba la culpa al otro, por supuesto.
En el pueblo se contaba que una noche, entre varios, entraron en cuanto establo era accesible (en aquel entonces casi todos) y cambiaron los animales de casa. No puedo imaginar las caras de los propietaros, en aquellas horas tan tempraras cuando las mentes todavía vagan entre sueños y realidades, al encontrase una vaca que no les pertenecía en lugar de aquel ternerillo con tan pocos días...
Sé, de muy buena tinta, que un día los llevaron al cuartelillo porque, los bancos que adornaba las entradas de muchas casas en verano, para sentarse a la atarcecida, a disfrutar del fresco, de buena compañía y de cielos increibles, amanecieron entre las ramas de los árboles que también adornaban algunas aceras.
Mi padre lo castigó, después del fracaso en los estudios, a trabajar en una mina cercana (lo que en aquel entonces debería ser bien duro) y yo, pequeña, lo veía llegar alegre, contento y silbando, con su armónica, que por cierto tocaba muy bien, a cuestas.
Daltónico como era, nunca lo reconoció y había que ver y oir las explicaciones que daba, a personas ajenas, cuando los colores se metían por medio. Las niñas, que no sabíamos nada de defectos oculares, nos reíamos de su torpeza y nos servía de entretenimiento y de orgullo saber que en algo superábamos a "un mayor".
Amaba profundamente a los niños, bueno, creo que amaba a casi todo el mundo y es la persona más inteligente, generosa y con un corazón más bondadoso que creo que he conocido nunca porque él era así.

1 comentario:

Cachito dijo...

Ana, Anita, tita... ¡qué cosas escribes!
¿Cómo que mi padre no era guapo? Era el más guapo del mundo, y si las volvía locas era por ser guapo y por esa ceja que levantaba con aire entre indiferente y concentrado aunque resulte paradójico.
Muchas de esas anécdotas las conocía, y podría contarte muchas más. Amaba hasta tal punto a los niños que no soportaba, ¡bajo ningún concepto! su llanto y mi madre siempre recuerda cómo escapaba corriendo de casa cuando veía llegar a la guapa practicante que venía a ponernos las inyecciones cuando estábamos malitas. Por eso nunca entendió la profesión de mi hermana. Pero supo respetarla, claro.
No sólo amaba a la gente, cualquier ser vivo, perros, gatos, pajaritos... lo que fuera. No toleraba que se les hiciera ningún daño, por eso siempre hemos tenido los perros peor educados del barrio. ¡Pero cómo lo querían!
Con todo lo religioso que era (al menos de cuando yo lo recuerdo) se fumaba literalmente las misas si en las inmediaciones de su banco había un crío, con el que intercambiaba guiños, sonrisas y, si se ponía a tiro, caricias... y ellos, lo sabían, lo notaban y se dejaban querer.
En fin, ¿qué te voy a decir de mi padre que tú no sepas?
Con los ojos brillantes no me queda más que agradecerte, de todo corazón, estas hermosas palabras que le has dedicado. Gracias, tita.